jueves, 9 de agosto de 2007

NEGAR A TU HERMANO SIGNIFICA NEGARTE A TI

Jesús realizaba milagros permanentemente. Y lo hacía con la misma naturalidad con que andaba o respiraba, pues reconocía en todos y en todas partes al Hijo de Dios. Estos eran los milagros que realmente hacía el Maestro, pues el milagro al ser de origen espiritual, su único ámbito de aplicación es el espíritu, la mente.

La demencia del Hijo de Dios residía en su mente dormida y ése era exactamente el campo de actuación del milagro. El milagro sólo puede partir de una mente sana, y ésta sólo percibe santidad en el mismo lugar en que la mente dormida percibe condenación.

La visión santa de Jesús sobre sus hermanos prendía la chispa salvadora de estos y, a partir de ahí, su despertar estaba asegurado. Hecho el milagro, se iniciaba el proceso para abandonar el mundo de las tinieblas.

Jesús practicaba la caridad constantemente: Sanaba las mentes enfermas, ciegas, sordas y muertas. ¿Qué mayor caridad que liberar de la muerte a tanto enfermo como le rodeaba? Jesús interpretaba las disputas, quejas y lamentos de su pueblo como lo que en realidad eran: Súplicas para ser liberados de la muerte que vivían en su destierro voluntario, apartados de su Gloria.

Cuando Jesús era objeto de una ofensa, él interpretaba este hecho como una petición de amor y liberación, y él respondía consecuentemente iluminando la mente del ofensor, sanándolo. Aquí se daban las dos percepciones posibles: La percepción demente del que tiene su mente entre tinieblas y la percepción correcta de Jesús cuya mente está iluminada por la Verdad.

Lo apropiado entre mentes cegadas por la locura es que a una ofensa se responda con otra. Jesús reconocía ser el Hijo de Dios, en tanto que los demás se reconocían pecadores. Jesús reconocía en ellos al Hijo de Dios, y ellos en Jesús un pecador más. La mente curada no puede percibir el error; la mente enferma no puede sino percibir imperfección y carencia.

¿Cómo no iba a responder Jesús al clamor de libertad que le dirigían sus propios salvadores? ¿Cómo no iba a responderles y salvarlos si con ello él también aseguraba su propia salvación? ¿No iba a reconocerlos si de esa manera le llegaba a él la certeza de su propia Gloria?

Privarse de ellos ignorándolos le supondría a él privarse de su Padre. Negar a sus hermanos suponía negar a Dios. Si él hubiera reconocido el pecado en sus hermanos, habría negado a su Padre y se habría negado a sí mismo.

Por lo tanto, realizar milagros no era para el Maestro un acto altruista que él obraba caprichosamente entre sus seguidores y gentes que acudían a escucharle. El milagro lo obraba la visión de Jesús como consecuencia del conocimiento que tenía de la Verdad.

Jesús no podía responder a los insultos que le dirigían con otros insultos, como es usual entre los ciegos y sordos de este mundo, pues él los percibía como súplicas de curación de su pueblo amargado y les respondía coherentemente con el Amor que ellos merecían, como los inocentes Hijos de Dios. El Maestro no estaba enfermo como ellos, no se paraba en sus cuerpos ni interpretaba los insultos como tales. Sólo les reconocía. Ahí estaba el milagro, y ahí comenzaba la resurrección.

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