jueves, 9 de agosto de 2007

Introducción

Empezaba la Navidad, la fiesta conmemorativa del nacimiento de Jesucristo, cuando unos vecinos vinieron a despertarnos a las seis de la mañana del 25 de diciembre de 1996 para comunicarnos que nuestra hija menor, de 19 años, había sido atropellada cruzando un paso de cebra, en la avenidad principal de la ciudad, cuando volvía del baile de Nochebuena. Y que había sido trasladada al hospital de la capital en una uvi móvil.

Llenos de angustia salimos a toda velocidad hacia el citado hospital. Al llegar se nos informó que se encontraba muy mal, pero que aún no podían facilitarnos más detalles del diagnóstico y mucho menos del pronóstico. Había sido sometida a una intervención quirúrgica de urgencia y se encontraba inconsciente.

La noticia se extendió rápidamente por toda la ciudad y acudieron innumerables personas a interesarse por la situación de mi hija. Este accidente despertó mucha expectación por su aparatosidad, porque somos muy conocidos en la zona y porque mi hija tiene el don poco común de hacerse querer por todas las personas que la tratan, pues es desprendida, servicial, cariñosa y comprensiva.

Una de las personas que se apresuró para interesarse por su estado fue la dueña y directora de un centro de estética, en el cual mi hija estaba practicando, en alternancia con los estudios que cursaba en la capital sobre esta misma materia.

Pilar, que así se llama la esteticista, nos comunicó que había ido a consultar a un amigo común, F.P.E., persona conocida en la ciudad por sus dotes de videncia, y le preguntó si podía adelantarle alguna información sobre el estado de mi hija. Se sorprendió mucho por el caso y se mostró muy preocupado, pues es conocido de nuestra casa y un buen amigo. Le dijo que percibía la cuestión bastante complicada, pero que no había motivo alguno para temer por su vida. Le dijo que veía una importante fractura craneoencefálica, localizada en la parte izquierda de la cabeza, el ojo izquierdo muy afectado, la mandíbula destrozada, una costilla oprimiéndole el pulmón izquierdo, pero que lo más grave era la fractura que tenía en la parte alta de la columna.




Este diagnóstico nos fue confirmado casi seis horas después. Se nos dijo que su situación era delicadísima y, que en caso de que pudiera salir adelante, perdería con casi total seguridad su ojo izquierdo y, que debido a la tetraplejia resultante de la fractura de la columna, perdería totalmente la movilidad, pues se trataba de una lesión muy alta. Pero que todo eso era lo menos importante por el momento, pues ahora el reto estaba en que ella fuera capaz de superar los daños que sufría.

Fueron días de espera muy tensos y, aunque no nos faltaban las palabras de ánimo por parte de todos los visitantes, que acudían por cientos, aquello no menguaba nuestra impotencia ante un golpe tan fuerte e inesperado como el que teníamos por delante.

Mi hija se encontraba con su cabeza increiblemente hinchada y en estado de coma profundo, con un pulmón artificial exterior para mantenerla con vida y rodeada de aparatos para controlar sus constantes vitales. También había varios botes colgados a un soporte, con diferentes contenidos que les introducian en su cuerpo por via parenteral.

Los informes médicos que nos facilitaban diariamente no daban lugar a la esperanza. A las pocas horas de su ingreso tenía la cara tan hinchada que estaba irreconocible. Fueron días de una tensión extrema, pues no podíamos hacernos a la idea de perder a un ser querido empezando a vivir y lleno de salud.

Si bien mi hija mayor y yo lo estábamos pasando muy mal, mi esposa lo estaba asimilando mucho peor. Yo intentaba animarla indicándole que la táctica de los médicos era describir la situación más dura de lo que lo era en realidad para salvar un poco su responsabilidad. Y, en realidad, ese era el comentario entre la gente que, como nosotros, se encontraba esperando por sus familiares a la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos.

Pero no conseguía remediarle mucho su amargura, pues aunque había motivos para la preocupación, ella, además, es de las personas que siempre miran la parte vacía de la botella. Para mí era también una prueba muy dura pero, aunque no podía sustraerme a la preocupación, me encontraba mentalmente
bastante preparado para superar con mejor ánimo cualquier situación.
Mi mujer no cesaba de recriminar al joven conductor que la atropelló en estado de embriaguez cuando ella cruzaba un paso de cebra. Para mí, aquello fue un accidente y nada más. No podía sentir la menor animadversión hacia el joven conductor. Nadie podía entender mi actitud hacia él. Lo intentaré aclarar pero, para ello, debo retroceder un tiempo atrás.

A mí nunca me han convecido los caminos trazados por el sólo hecho de estarlo. He querido llegar más allá y entender el sentido de las cosas. No he creído como buena una ley por el sólo hecho de ser ley, ni he admitido una costumbre por la razón de ser un hecho asumido por los demás.

Por otra parte, nunca he tenido la menor duda sobre la existencia de Dios. Y he considerado como el “negocio” más “rentable” del mundo el acercamiento y la búsqueda del Creador. Y, guiado por el hábito, he practicado la religión católica.

En este terreno me he visto obligado a reprimir mi espíritu inquisitivo, pues no había espacio para la discrepancia: Todo estaba hecho, todo quedaba trazado, todo estaba dicho y si la razón quería intervenir tropezaba con el dogma de fe y tenía que ceder ante lo que no podía entender.

Pero la salvación requería no preguntar, sino admitir. “Las cosas de Dios –se decía- hay que admitirlas y no ahondar en ellas”. Así, pues, el camino de salvación no era algo diáfano y fácil de comprender, sino una senda oscura y tortuosa. Una máxima muy socorrida era "El temor a Dios es el principio de la sabiduría”. Por otra parte, se afirmaba que “Dios es sólo amor”.

Por lo tanto, se exhortaba a llegar al Amor con temor, con miedo. Hacer el camino angustiado por temor al Amor. ¿Quién es capaz de razonar esto? Por afinidad con esta idea habría que decir que al infierno hay que llegar lleno de amor. ¿Son éstas las preguntas relacionadas con Dios que no conviene ahondar? ¿Es posible temer a Dios por amor? ¿El temor no anula al amor y viceversa? ¿Cabe la venganza en el Amor absoluto? ¿Cabe en Dios otro sentimiento y otra disposición que no sea el amor absoluto? ¿Cómo entender la venganza del Amor?



Mi asistencia a los ritos religiosos la compaginaba con la lectura del Nuevo Testamento. Analizaba las propuestas de salvación de Jesús y, aunque todavía se me hacía difícil comprender la profundidad de las mismas, no encontraba paralelismo entre éstas y las prácticas religiosas, de cuya Fuente decían inspirarse.

Esta divergencia suponía para mí un gran desasosiego. Pero me encontraba anclado, preso entre las creencias que había ido asimilando en mi situación como católico y las propuestas de Jesús. Yo no era una persona tibia, pasiva, indiferente y obediente incondicional de los mensajes de los púlpitos. Y muchas veces me tranquilizaba pensando que si ciertas homilías no me convencían, lo que debía hacer era no darles importancia y asistir al resto de la celebración, pero que era muy importante seguir adelante, pues lo que Dios agradecía era la asistencia.

Pero no podía abstraerme de algunas partes y prestar atención a otras. Entendía que no sería lógico atender unas partes y desoir otras. Me decía que la razón y la verdad tienen que ser inseparables y, tanto la una como la otra, tienen que ser completas pues de otra manera no serían razón ni verdad. Si en la celebración estaba la verdad, había que admitirla en su totalidad o no admitir nada.

Estas reflexiones me producían verdaderos quebraderos de cabeza. No me satisfacía el razonamiento de que “las cosas de Dios hay que creerlas y no ahondarlas”, pues precisamente ese punto no accesible era el que más me atraía. Acudía a los actos religiosos impulsado por la costumbre y por la necesidad de hacer méritos para el día que me tocara el turno de rendir cuentas, pero frenado por las ideas incoherentes que no podía compartir.

Seguir adelante me costaba mucho, pero sentía que dar marcha atrás no me lo podía plantear por el vacío que supondría para mí, aparte de los reproches que tendría que soportar en el plano social y, sobre todo, familiar. ¿Cómo podría cubrir aquel hueco que se abría ante mí si abandonaba, por deshacerme del conflicto que vivía?




Me quedaba ya muy claro que tenía que encontrar una salida a aquella situación. Era como la fruta madura que ya no puede aguantarse en el árbol. La esperanza que hasta aquí me había acompañado de que la religión era el único camino que podía conducir a la paz eterna estaba ya prácticamente agotada. Pues eran demasiadas las contradicciones que observaba para seguir en la creencia de que aquello era el preludio del Cielo.

Entendía que el camino lo había marcado Jesús, y que no tenía nada que ver con el que yo estaba siguiendo. Y si ese camino que seguía me estaba ocultando el conocimiento de mí mismo –y, por lo tanto, el conocimiento de Dios-, estaba apostando por un obstáculo para alcanzar tal fin.

Ahora, cuando escribo este texto, puedo decir que dispongo del conocimiento para confirmar que la senda que hasta aquí había seguido no conducía más que a la frustación. No tenía una meta cierta. Pues el único camino que conduce a la Meta cierta está totalmente exento de dolor e incertidumbre, ya que cuando en el camino se interponen estos dos enemigos de la paz –dolor e incertidumbre- se diluye toda certeza y se ausenta la Verdad.

El cielo no pide nada. Es el infierno el que pide extravagantes sacrificios. Sólo el misterio, el dogma y la magia pueden inducir a la mente a mantener la fe en lo imposible. A lo largo de este texto, lo verás muy claro.

Jesucristo no fue religioso, pues dedicó su tiempo a aprender y enseñar la Verdad, y sólo la Verdad. Y la Verdad sonaba muy fuerte y extraña a los oidos de un mundo de culpables. Y era particularmente inaceptable para el poder religioso.

Jesús sabía. Por eso se atribuyó la condición de Rey e Hijo de Dios. Su Reino naturalmente no era de este mundo. Y hacer estas afirmaciones era una temeridad y un delito suficientemente grave como para ser considerado por el poder religioso de su tiempo como blasfemo y reo de muerte. No cabía la inocencia de Jesús en el mundo de los pecadores, en el que admitirse pecador era una afirmación bien recibida y llena de sentido común. Tales valores en realidad no han cambiado nunca, y hoy conservan toda su frescura y vigencia.

Para mí era determinante e inaplazable abrir las ventanas de mi mente enmohecida y permitir la entrada de ideas frescas y constructivas, a fin de que éstas fueran desalojando a todo el lastre de ideas enfermizas, permitir que el amor fuera ocupando el espacio del miedo y posibilitar la entrada de la luz que pusiera fin a la oscuridad.

Pero mi situación era muy difícil, pues como hasta ahora había estado instalado en el miedo, sentía miedo aunque sin poder determinar exactamente a qué. No tenía ninguna certeza acerca de cuáles serían mis pasos futuros, pero sí tenía muy claro lo que no me resultaba asumible.

Por lo que concernía a mi conciencia, ya si estaba preparado para abandonar; no me asustaba el “castigo divino” pues había dejado de creer en él. Pero no tenía en perspectiva ningún sustituto que pudiera mejorar aquello que abandonaba, pues observaba incoherencias similares en otros credos religiosos.

Jamás creí que pudiera encontrarme alguna vez en una situación tan desagradable y embarazosa. Mi mente trabajaba febrilmente buscando soluciones. Me animaba pensando que Dios no me iba a dejar abandonado y pondría en mi camino alguna luz que me ayudara a superar la nueva situación.

Por aquellos años me encontraba trabajando en una provincia castellano-leonesa. Trabajaba en el sector de las finanzas y mi ocupación consistía en la formación del personal y la supervisión y control de cuatro delegaciones y cinco subdelegaciones distribuidas en cuatro provincias de la región. El trabajo era bastante duro, pero ello me permitía disfrutar de una posición económica bastante cómoda.

Los domingos acudía con mi familia a la catedral a oir misa, o bien a la parroquia de San Marcelo, que quedaba más cerca de casa. Corrían los años difíciles de la transición democrática y en muchos púlpitos se hablaba más de política que de religión.

El sacerdote de la parroquia de San Marcelo, que solía oficiar la misa de once de la mañana, cargaba las tintas políticas tanto que aquello daba la impresión de ser el Parlamento en lugar de una iglesia. Pero sus contenidos no iban en la dirección de reconciliar a las partes tradicionalmente enfrentadas, sino en hacer proselitismo a favor de una de las tendencias sociales, degradando a la contraria. Aquello era impropio de lo que pomposamente se le llama “la Casa de Dios”. Pues este párroco ensalzaba con tanto fervor a un color político como denigraba al otro.

Yo me preguntaba: ¿Qué tiene que ver este mensaje a los feligreses con los exhortos al amor del Maestro Jesús, “Amaros los unos a los otros como yo os amo”, o el “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” del Maestro Moisés? Me sentía tan desconcertado que, pocos días después, ya no pude superarlo. A media homilía salí de la iglesia y marché a casa para no volver más. Estaba verdaderamente destrozado. Aquel paso fue muy difícil para mí desde el punto de vista personal y familiar.

Pasado el tiempo, reflexionando sobre esta cuestión, agradecí mucho a aquel sacerdote por la ayuda que me prestó sin saberlo él. Pues gracias a él, pude dar el paso que durante mucho tiempo no supe cómo hacerlo. Fue como ese parto que se presiente difícil y, a la hora de la verdad, nace sola la criatura. Él me dio el empujón que yo estaba esperando.

Pero fue mucho peor el postparto que el parto en sí. Pues anduve mucho tiempo bastante presionado, pues en mi casa tampoco tenía facilidades para superar aquel trauma. Los reproches eran casi continuos. Se me indicaba que si no quería oir ciertas homilías que me pusiera tapones en los oidos o no hiciera caso. Pero no se me admitía que la verdadera solución fuera el abandonar. Lo mío era una cuestión de credibilidad. Allí no encontraba la verdad por ningún sitio. Yo no podía asentir lo que no podía admitir. Eso era superior a mí. Poco a poco se fue acostumbrando mi mujer a la nueva situación –aunque todavía no la ha superado del todo- y yo también me deshice del desconcierto inicial. A medida que ha ido pasando el tiempo han ido desapareciendo los efectos de la larga resaca.

Aquella experiencia supuso para mí un paso decisivo. Tenía muy claras dos ideas:

- Nadie que busque la Verdad por el camino equivocado podrá encontrarla, y sin ella, no podrá experimentar verdadera paz.

- Nadie que se proponga alcanzar la Verdad puede fracasar en el intento, pues la Verdad saldrá a su encuentro. Y es fácilmente reconocible si en realidad se trata de la Verdad. Pues su fulgor y atracción son tan evidentes que ya no se puede desviar la mirada. Y la luz que envuelve a la Verdad eclipsa completamente el rostro embaucador de las fantasías.

Sin proponérmelo me llegó la ayuda que necesitaba, pero que no podía suponer cómo, por dónde y cuando llegarían las enseñanzas que estoy recibiendo. Lecciones que no son de este mundo. Lecciones que me han llenado de la paz y sabiduría que me han faltado antes. Yo tenía ya la predisposición necesaria para recibirlas y era condición indispensable dar el paso que di. Ahora me encontraba sin ataduras y buscando. Por esto, me llegó lo que yo estaba deseando, sin saber cómo llegaría.

Estas lecciones eran completamente aceptables y me daban las claves para entender los textos bíblicos que antes me quedaban un tanto oscuros. Y estaba aprendiendo en solitario, sin distracciones ni obligaciones de ningún tipo, ni desplazamientos. Bien, en realidad no estaba solo, pues sentía al Maestro a mi lado, instruyéndome como sólo Él sabe hacerlo.

Algunas de las ideas que se me ofrecían se me hacían un poco más difícil de asimilar que otras, pero, en cualquier caso, me ofrecían una paz de espíritu como jamás he experimentado. Se me advertía que las partes más difíciles de asimilar las dejara pasar y continuara con los contenidos posteriores. Y que más tarde acabaría entendiéndolo en su totalidad, una vez que hubiera desalojado ideas erróneas muy arraigadas.

Y tal como se me dijo ha ido ocurriendo. Estas materias se me explicaban con tal claridad y profundidad –además de emplear una técnica exquisita- que aunque era todo completamente nuevo para mí, me parecía haber estado familiarizado con estos conocimientos durante toda mi vida. No había conflicto posible entre estas lecciones y lo que el sentido común podía admitir como válido. Y esto era así porque era el propio sentido común el que impartía las lecciones.

El accidente de mi hija era una prueba –y esto puede parecer muy duro- sobre la cual podía practicar yo los conocimientos recibidos. Y, en verdad, me ayudaron mucho a soportarlo con una disposición de ánimo poco o nada común, constituyendo para mí una ayuda valiosísima.
Aunque estos conocimientos maravillosos no estaban todavía suficientemente arraigados, y no siempre me era posible sustraerme a la debilidad mental del ser humano ante un hecho dramático de esta índole, y me dejaba envolver por el ambiente reinante, en el que caían los informes médicos catastrofistas como verdaderos mazazos. Pero estas lecciones sí suponían la ayuda necesaria para poder conservar la entereza, casi imposible en estos casos, y, a la vez que evitaban mi derrumbe psicológico, yo servía de ayuda a mi esposa al transmitirle confianza. Ni ella ni los visitantes se explicaban de dónde sacaba yo aquel ánimo.

Los médicos nos comunicaron que si mi hija era capaz de superar el trauma, quedaría tetrapléjica, lo cual suponía perder totalmente la movilidad y, además, era muy probable que tuviera perdido el ojo izquierdo. El panorama no podía ser más desalentador.

Yo hacía uso de las enseñanzas recibidas para ofrecer a mi hija la ayuda que estaba necesitando. Lógicamente esta ayuda no se desarrollaba en el terreno físico, pues para eso ya estaban los facultativos. Yo estaba realizando un intenso trabajo mental y tenía la certeza de que ella lo estaba recibiendo dentro de su estado de coma profundo. Esto me hacía sentirme de mejor ánimo, pero no podía comentarlo con nadie sin correr el riesgo de que hubieran solicitado mi ingreso en la sección de psiquiatría.

Al día siguiente volvió la esteticista, Pilar, como lo hizo durante toda la estancia de mi hija en el hospital. Me llamó aparte y me dijo que esa tarde había estado hablando con María, conocida vidente catalana con domicilio en nuestra ciudad, una mujer joven que dedica la mayor parte de su vida a los demás de forma altruista. Después de informarle del accidente de mi hija, del cual no tenía conocimiento, le solicitó que diera alguna información útil para tranquilizarnos en lo posible.

María le contestó que veía que yo estaba haciendo un trabajo mental muy fuerte a favor de mi hija, de forma prácticamente ininterrumpida, y que ella quería contestarme también mentalmente –era imposible hacerlo de otra manera- pero no podía porque yo mantenía mi mente ocupada permanentemente, imposibilitando su intento. Le dijo que a las dos de la mañana debía dejar mi mente tranquila, sin pensar absolutamente en nada y que escuchara su mensaje.
Esto me sorprendió, pues aunque yo tenía ya el conocimiento suficiente para admitir que el pensamiento es una vía de comunicación potentísima –pues para él no existen las distancias- en realidad este hecho no lo tenía yo aún suficientemente asumido.

No confiaba en esa posibilidad. Las horas que faltaban para la cita mental acordada las pasé entre la incredulidad y la esperanza. Los familiares de los enfermos ingresados en la UVI teníamos que pasar las noches sentados por los pasillos o frente a los ascensores. Me sentía entre esperanzado y excéptico, esperando el momento de la comunicación. No me quedaba claro cómo me llegaría el mensaje, si es que realmente llegaba. Tampoco sabía si podría quedar yo en situación receptiva para captarlo. Me preguntaba qué me podría decir mi hija y por qué me escogía a mí en lugar de dirigirse a su madre, en quien ponía más confianza para sus confidencias. En realidad, no confiaba en que la comunicación fuera a producirse.

En estas cavilaciones se fue acercando la hora de intentar dormir un poco, y casi se me fue olvidando la cita mental con ella. Me senté a unos metros de la puerta de entrada de la UVI, apoyé la cabeza en la pared, intenté dejar mi mente libre, y, a los pocos segundos, me invadió una paz interior que me parecía flotar en el aire.
Apareció en mi mente una frase de seis palabras, de forma sostenida, como si se me indicase que la memorizara. Decía así: “EL AMOR DE DIOS ES INFINITO”. Esta oración fue desapareciendo despacio y siguió una segunda de cinco palabras, también mantenida por espacio de varios segundos: “NADA ESENCIAL PUEDE SER ALTERADO”.

Sabía que era mi hija quien me hablaba, pues era de ella de quien esperaba el mensaje; por esto, no podía ser otra persona mi interlocutor. Pero no me hablaba desde su conciencia terrena, sino desde su Voz interior, desde su Ser, donde está la sabiduría.

Y aquí concluyó la comunicación unilateral. Esto me dejó bastante desorientado, pues yo pensaba que en caso de producirse alguna comunicación, ésta se referiría a las sensaciones de ella sobre su situación y posible recuperación. Pero no hacía referencia a nada relacionado con el cuerpo. Esto me quedaba perfectamente claro, pues yo disponía ya de la suficiente preparación para interpretar correctamente las dos frases.
La primera de ellas tiene un significado muy claro y no puede prestarse a confusión. La segunda no es así, pues “Nada Esencial Puede Ser Alterado”, vamos a suponer que lo interpreta un médico. Este deduciría que se refería a ese cuerpo concreto, con el significado de que ningún órgano o sistema esencial resultará alterado. Evidentemente sería una interpretación errónea, pues el contenido no se refería al cuerpo ni a nada relacionado con él.

Me preguntaba cómo me enviaba ella ese mensaje transcendente y no otro de carácter material. En realidad, ella no estaba actuando desde un plano consciente, pues ahí la ignorancia es ilimitada. Ella sabía lo que decía y yo también. Más tarde intentaré aclarar esto.

Durante muchas horas estuvo mi mente ocupada en estas ideas. Pues instintivamente intentaba relacionarlas con su estado físico, pero poco a poco fui desechando lo absurdo de esa relación y comprendiendo su importancia y único significado posible. Son dos oraciones redondas, sencillas y profundas. “NADA ESENCIAL PUEDE SER ALTERADO” es un mensaje universal, no circunscrito a nada especial, a ningún caso específico. No cabe expresión más clara ni perfecta, más profunda ni más esclarecedora. Una alteración corporal, para aquellos que ven al cuerpo como algo esencial, es algo que puede revestir más o menos importancia. Pero una alteración corporal, por grave que ésta pueda parecer, en realidad no significa nada. Lo verdaderamente esencial jamás puede ser alterado. Posteriormente irá quedando claro todo esto.

“EL AMOR DE DIOS ES INFINITO”. No cabe más precisión. No cabe una afirmación más esclarecedora, contundente y exacta. No equivale a decir que el Amor de Dios es grande. Pero sí equivale a decir que el Amor de Dios es seguro y eterno. Es todoabarcador y universal. No hace excepciones, pues no hay nada ni nadie que pueda estar más allá de lo infinito, por lo cual no hay nada ni nadie que pueda quedar excluido de Él. Ahora se puede entender mejor por qué debía ser yo el receptor de este mensaje, pues, en caso contrario, se habría perdido o infravalorado.

¿Cuál es la interpretación de estas dos oraciones? Este y no otro es su contenido: “Dios jamás podrá defraudarte, pues Su Amor no conoce límites. No tienes que temer nada, pues Él está eternamente contigo y en ti. No debes preocuparte por el estado físico del cuerpo de tu hija, pues el cuerpo no significa nada, lo esencial es ella. Lo material no es nada, y si puedes darte cuenta de esto, verás que no hay motivo de preocupación”. Esto es una realidad que yo ya tenía bastante asumida, pues los conocimientos que estaba recibiendo disipaban cualquier duda.

María, la mujer vidente, me facilitó la recepción del mensaje, como el sacerdote de la iglesia de San Marcelo me ayudó muchísimo en mi despertar. También, por aquellos días pasó por el hospital una mujer con dotes de videncia, a petición de la madre de una compañera de estudio de mi hija. Anduvo buscándonos entre la mucha gente que se agolpaba a la entrada de la UVI. Había estado visitando a Yolanda –una joven ATS enferma- a sugerencia de la madre de ésta. Al salir de la habitación siguió buscándonos sin encontrarnos, pero preguntando entre la gente, tropezó con la hermana de mi mujer y le comentó lo que quería comunicarnos. Le dijo que no debíamos preocuparnos por la vida de mi hija, pues no corría peligro a pesar de los informes pesimistas que nos facilitaban. “En cambio” –le comentó a mi cuñada- “la muchacha que acabo de visitar no tiene solución, a pesar de esperar el alta médica en breves días”.

Dos semanas después trasladaron a mi hija al Hospital de Traumatología de Granada para ser intervenida de la mandíbula, pues la llevaba partida en cuatro trozos. El hospital de destino de mi hija era el Hospital de Parapléjicos de Toledo, pero este centro pidió al hospital emisor que le hicieran la operación maxilofacial ya que ellos no disponían de este servicio. Esa fue la razón de su ingreso en Granada.

A los dos días de su ingreso nos comunicaron la muerte de Yolanda, la ATS ya aludida. Acababa de morir en Málaga. Esta noticia nos produjo la natural consternación, pues le habíamos tomado mucho afecto tanto a ella como a su madre por compartir aquellos días tan intensos. Pero aparte del disgusto que nos llevamos, sentimos un gran alivio por lo que se refería a nuestra hija ya que la vidente nos aseguró que no debíamos temer por su vida. Pensamos que esa mujer, a quien no llegamos a conocer, sabía lo que decía. Fue, pues, una noticia agri-dulce.

Estuvimos bastantes días en este hospital, primero esperando a que mi hija pudiera salir de la UVI para someterse a una operación de ocho horas, y, luego, en el post-operatorio. Allí recibimos la visita de varios conocidos y amigos granadinos, entre los que quiero destacar a Jesús y Mercedes, un matrimonio maravilloso. Esta pareja se preocupó en cada momento de nosotros y nos lo ofrecieron todo, mucho más allá de lo que cabe esperar de una amistad.

Estos amigos, Jesús y Mercedes, muy sensibilizados con nuestra delicada situación, se pusieron en contacto con Ludivina, una joven procedente de Baza que mantenía una buena amistad con ellos y que tenía reputación de ser muy intuitiva. Le preguntaron por la situación en que percibía a mi hija y le solicitaron alguna sugerencia que nos pudiera servir. Ludivina les dijo que “La mejor solución para esa muchacha la tiene su propio padre. Que ponga en práctica las enseñanzas que está recibiendo”.

Nuestros amigos quedaron muy sorprendidos y vinieron rápidamente a contárnoslo. No entendían lo que Ludivina quería decir, puesto que a mí me era imposible intervenir físicamente y ellos no entendían qué otra ayuda podría ser útil para mi hija y que yo pudiera ofrecerle. Aunque, en realidad, tampoco se encontraban muy lejos de entenderlo.

Yo no pude conocer a esta muchacha hasta un par de meses después, con quien vine a coincidir en una charla amistosa de fin de semana en un chalé que Jesús y Mercedes poseen en las afueras de Granada, vivienda que tuvieron la gentileza de ofrecerme. Probablemente Ludivina no supiera exactamente cómo podía yo ayudar a mi hija, pero sí sabía que era eso lo que ella necesitaba. ¿Qué tipo de ayuda podía prestar yo a mi hija sin ser médico ni poder hablar con ella debido a su estado semi-comatoso? Según avances en la lectura de este libro te irá quedando claro.

Quiero agradecer a todas estas personas su ayuda altruista, pues cada una en su medida me han ayudado en mi convicción de que, por fin, el camino en el que me encuentro es el correcto. Esto es algo que lo tengo muy claro desde hace bastante tiempo, pero un pequeño apoyo no viene mal. Yo también siento la necesidad de ayudar y es lo que hago y debo seguir haciendo, no por el hecho de devolver una ayuda sino porque el prójimo se lo merece todo.

Ahora abundaré en este hermoso tema.

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